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AILÉN GAGLIANO

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Antes del principio, los seres del Mapu observaban la tierra desde arriba y apenados encontraban todo desierto. Hasta que en cierto momento les fue permitido enriquecer la tierra de innumerables maneras, todas hechas del material de las nubes. Una vez terminado esto, bajaron los hombres del cielo, conociendo el lenguaje de la naturaleza, y trajeron el idioma que se hablaba allí, en lo alto de la bóveda; con el tiempo, estos hombres venidos del cielo y, atados a la tierra, querían volver a su lugar de origen, pero los atormentaba el temor. Los espíritus, entonces, les prometieron que los harían regresar al cielo en el futuro, y los aconsejaron sabiamente. No pierdan jamás de vista al sol cuando se levanta y se acuesta, les dijeron. Aunque los hombres siguieron sus instrucciones, tiempo después de su llegada, la gran serpiente de los mares Kai-Kai ordenó a las aguas que cubrieran la tierra. Pero la otra gran serpiente, la de la tierra, Ten-Ten, se apiadó de unos pocos hombres que eran buenos y les aconsejó retirarse a las cimas para protegerse. Todo quedó inundado y todo comenzó de nuevo con el gran diluvio. Un día, los sobrevivientes volverán a reunirse con los puntos luminosos que adornan el cielo nocturno. Pero cuando el lenguaje de la naturaleza se pierde, el miedo aumenta, y todo degenera, entonces, en ese momento, se hace necesario el diluvio que limpia la naturaleza y mantiene vivo a los mejores.

No se resistía a ese dolor que le provocaba cuando la tenía bajo su cuerpo. Entre sus piernas, esa mezcla difícil de definir que vagaba entre el dolor y el placer, eso que observaba en su rostro cada vez que ella abría los ojos le provocaba el éxtasis más profundo que jamás había alcanzado. Le gustaba el poder que conseguía revolcándose con una nativa. Desde que el General Roca los había enviado a la conquista de las tierras del sur, Lorenzo Díaz dejaba su puesto de vigilancia para amar a Llanküray Kintrüy enredados en la vegetación que el bosque les regalaba a modo de escondite.  Lo hacía a menudo. Cada vez que debía proteger a la tropa, esperaba a que sus compañeros se transportaran al mundo de los sueños, y desde ese lugar en que todo siempre fue y será posible, tiraba la lealtad al diablo y sigilosamente abandonaba su cuerpo de soldado de inigualable bizarría para dar lugar a la bestia que vagabundeaba en las sombras buscando saciar sus deseos. Cuando encontraba el manantial del que religiosamente se proveía de fuerzas, la recostaba, sin mucha delicadeza en el suelo húmedo sin siquiera evitar las duras raíces de algunos árboles que intervenían en el juego, la desnudaba, apenas, dejándole el resto del trabajo a ella, porque ella también lo disfrutaba, más que él mismo se atrevía a decir, y para que su cuerpo gozara de la ceremonia se quitaba sola el küpanm que la cubría. Él la amaba y la lastimaba, pero más que nada la seducía. Era un juego ganado, en el que él jugaba a enamorarla y ella se dejaba enamorar. Luego del ritual, Lorenzo se tornaba el mejor de los caballeros, y mirando las estrellas le contaba historias fantásticas, le hablaba de sueños y de cuanto la quería,  Llanküray no entendía lo que decía, pero el sonido de su voz la fundía en el sopor propio de las tardecitas soleadas del verano. Llanküray Kintrüy era difícil de pronunciar para Lorenzo, y jamás se preocupó por hacerlo bien. Él le hablaba y ella escuchaba durante un tiempo que parecía instante para ella, eterno para él. Y antes de que Llanküray lo esperara Lorenzo se metía en sus pantalones y se alejaba sin mirar atrás. Siempre presente antes de que los rayos del sol despertaran a sus compañeros

Llanküray volvía a la tribu, y se dedicaba a sus tejidos, muy temprano remendaba el chamal roto durante la madrugada y untaba las marcas de raíces y piedras que le quedaban en el cuerpo con la sabia de una planta que había encontrado en el camino de vuelta a su lof. Nadie sospechaba de los amoríos entre el criollo y la muchacha. En la tribu Llanküray Kintrüy era considerada una de las más bonitas y de las mejores elecciones para esposa, pero por algún motivo aún vivía en el lof de su familia, de no ser así jamás hubiera aceptado la propuesta de Lorenzo. Ahora encontrar compañero era mucho más fácil, con las campañas del general Roca las familias estaban más juntas, organizadas en rehues. Habían llegado muchos muchachos fuertes y de buena familia, pero ninguno era como Lorenzo y odiaba que él no fuera un mapuche y se apenaba por él, que debía enfrentarse a la familia de la que amaba.

Esta tribu mapuche no tiene posibilidades frente a nuestras complejas armas pero defiende su patria como nunca había visto. Diplomáticamente no nos van a entregar las tierras aunque el mismísimo don Nicolás, que ninguna intención de abandonar Buenos Aires para aparecerse por acá debe tener, se los exigiera. La terquedad de estos indígenas no nos permite hacernos con las tierras y retrasa la vuelta al hogar. Definitivamente se alzarán las armas. Escribiría más tarde Lorenzo a su queridísima mujer.

Los días que Lorenzo no pasaba al borde de la trinchera, defendiendo o atacando, se dedicaba a retocar su propia conquista. Llankurrai – o como se llamara – era la llave, era la manera más segura, más directa, y más placentera de hacerse con una considerable suma de riquezas. La amaría hasta conseguir completa confianza y luego, ella misma le facilitaría todo aquello que deseara. Estaba consiguiéndolo. A medida que el tiempo pasaba la frecuencia de los encuentros nocturnos aumentaba y así mismo aumentaba el amor y la docilidad de Llanküray.

– Llanküray, ¿vos me querés, verdad? – Le dijo una noche mientras se señalaba el corazón para que ella entendiera

– Itrolle Ka, ayülemen

Ella besó a su compañero y él se giró hacia un costado. Había encontrado algunas piedras y jugaba con ellas. Luego de unos minutos, rudimentariamente había dibujado con las mismas la estructura de una casa; entonces, llamó a Llanküray

– mirá, Yankuray, en estos lugares vivimos los criollos, con nuestras familias, son de piedras también, pero mucho más grandes. Sería hermoso una casa para nosotros dos, claro que para eso necesitamos el lugar. Esta piedra es la más importante de todas – dijo mientras tomaba una piedra algo particular acabando con la silueta del dibujo – ¿ves? Tiene forma de corazón – apoyo la figura de piedra en el pecho de la indígena para que ella comprendiera a que se refería

– piuke – dijo imitando el compás de los latidos con la mano.

– sí, eso mismo, lo más importante en una casa es la gente que vive adentro. Necesitaríamos, un pedazo de tierra para construir la nuestra.

– famew – golpeó el suelo que la rodeaba

– no, tenés que tener un permiso para construir. Tiene que ser un lugar que te pertenezca.- Lorenzo, como siempre, se calzó los pantalones y dejó a Llanküray pensando.

El día antes de que no hubiera luna, durante la cena, la madre de Llanküray le pregunto acerca de su kütre-küyen, ya que hacía al menos unas semanas que ella debía haber pasado por su período. Ella contestó que no sabía a que se debía el desorden y su madre, Sayen Kintrüy, cambió el tema de conversación. Lilen Kintrüy, prima de Llanküray, que ya sospechaba de sus amoríos secretos, comprendió lo que sucedía y unos días más tarde encaró a su prima

–         Llanküray, ¿quién fue? – dirigió la conversación hacia el tema de interés.

–         ¿chem?

–         niepeñeñeln

–         ¿Qué querés decir?

–         Te ví llegar tarde varias veces, y no soy tonta Llanküray, ¿newenman?

–         ¡No! Lilen, espero que lo que decís sea epeo, porque si no es así, es fotüm de quién intenta exterminarnos.

–         Llanküray

–         Pero él no es así, en realidad el preferiría estar en nuestro rehue.

–         Pero no está

La tía de Llanküray interrumpió la conversación porque necesitaba a su hija para alistar a la más pequeña de sus hermanas.

Los criollos ganarían el terreno en poco tiempo y mientras el aillarehue imaginaba la crisis que esto desataría, Llanküray vió acercarse una crisis más personal cuando el Mapu-toqui le habló

–         Llanküray, ¿es cierto lo que dijo tu prima? ¿es verdad que niechenben?

–         No lo se, Nehuen Aukan, no estoy segura.

–         Si asi es, lludkün.

–         No, Nehuen, por favor no lo haga.

El Mapu- toqui miró fijamente a la muchacha en busca de alguna señal de subordinación. Llanküray giró en sí misma y se internó en el bosque en busca de la contención que encontraba en la voz de Lorenzo.

–         ¿lo conseguiste? ¿nos van a ceder una porción de tierra?

–         No, pero…

–         ¿por qué no? ¿no tenés tantas ganas de que vivamos juntos?

–         Es que…

–         No entiendo, Llankuray, como puede ser tan… difícil…  conseguir… una pequeña… parte… de tierra – dijo mientras Llanküray se cubría de sus golpes.

–         Niechenben.

–         ¿qué? – dijo dando algunos pasos hacia atrás

Llanküray debió recurrir a las señas para que él comprendiera su estado. Con el tiempo había conseguido entender bastante su lengua pero palabras menos comunes como niechenben, le eran extrañas al oído. Ella se toco el vientre y luego lo señaló. Lorenzo dijo que no la entendía y se fue, pero ella había sido muy clara.

Llanküray pasó en el bosque algunos días durante los cuales tuvo la sensación de que los árboles que habían sido cómplices de sus amores, ahora se reían de su soledad. El primer día o tal vez el segundo, Llanküray encontró la piedra que Lorenzo le había dicho, tenía forma de corazón, la alzó y cada vez que volvía a sus pensamientos lo miserable de su situación golpeaba la piedra hasta conseguir auyentar la sensación.

Apenas terminó de tallar la piedra, se dirigió al lugar en donde siempre se encontraban. Esperó ahí algunos días, segura de que no lo habían puesto a hacer guardia. Cuando apareció, gran parte de la noche había transcurrido, lo que haría más corta la espera. Enseguida le habló.

–         Lorenzo, conseguí las tierras. El Mapu-toqui accedió cuando le expliqué estoy embarazada.- Lorenzo ya podía reconocer con facilidad la palabra, había quedado resonando en su cabeza la semana completa – Debemos esperar hasta mañana; entonces el Mapu-toqui, te entregará el terreno.

–         Muy bien, Llanküray, esperaremos.

El resto de la noche fue muy silenciosa, no tenían mucho que decirse. Esperaron sentados a que el sol apareciera y cuando esto sucedió se dirigieron al aillarehue.

–         Es hora de que vayamos

Caminaron unos cuantos minutos. Lorenzo pensó en las dimensiones de la tierra, en la posición social que alcanzaría como terrateniente, en que el rehue sea los suficientemente estúpido para no notar sus intenciones, por favor de Dios, en cuán peligrosos serían si lo descubrían, en qué castigo extraño recibiría, en el cuerpo de Llanküray tendido en el bosque, en que pensaría su mujer. Mientas tanto, Llanküray Kintrüy se había arremangado el küpanm y con la piel desnuda del antebrazo sostenía la piedra afilada contra su cintura.

Llanküray se perdió en la densidad del bosque; Lorenzo caminaba detrás sin saber muy bien si seguía el camino correcto, hasta que luego de algunos instantes escuchó su nombre torpemente pronunciado por la indígena. Dio unos pasos, ahora más seguro de la dirección que tomar y frente a él se encontró con el centro del rehue; caminó un poco más para encontrar a su guía, pero Llanküray ya había dado el último paso. Rodeo su cintura con un brazo y besó su mejilla. Cuando Lorenzo pensó que una vez más lo buscaba para jugar al amor, como un zarpazo le rodeó el cuello, empuñando firme esa piedra que tanta miseria habia cargado al ser tallada.

–         ¡Mapuches! ¡Acérquense! Este es el que engendró lo que llevo en kalül.

Familias mapuches se arrimaron al centro del aillarehue interrumpiendo sus actividades. Lorenzo intentó varias veces desenredarse de sus brazos pero la presión fría del puñal no le permitió deshacerse de ella. Al sentir su desesperación Llankuray  sonrió y alzó la vista del cuello de su rehén, sólo lo suficiente para asegurarse de que hubiera testigos. Y entonces, incrementó la presión que ejercía su brazo derecho sobre la piedra y dirigió el izquierdo hacia el centro del pecho, quería estar segura de que no respiraba.

Un angosto río escarlata tiñó de caducidad una pequeña porción del cuello del criollo. Llevó más tiempo del que Llanküray había calculado pero de un instante para el otro, Lorenzo dio la última, desesperada y entrecortada bocanada de aire e inmediatamente exhaló. Y eso fue todo. Llanküray dejó caer el cuerpo inerte de su amante ante un desorientado público y, sintiendo un profundo vacío y sin saber que hacer, dio media vuelta y echó a correr.

Pensó que debía haber hecho algo mal porque hubiera preferido invertir roles, ser ella la asesinada y que Lorenzo fuera el culpable. Ahora ella debía criar a quien llevaba su misma sangre, sangre que ella había derramado para el perdón de sus ofensas; sangre que no había surtido efecto. Se internó en el bosque sin mirar atrás; tampoco hacía adelante, no quería vislumbrar la sombra de las desventuras futuras.

Llanküray había asesinado al primero de los mil quinientos soldados criollos que morirían durante la campaña en la que reducirían a mas de catorce mil indígenas a la servidumbre y ocuparían quince mil leguas cuadradas. Llanküray fue además una de las primeras en abandonar el mundo a causa de una enfermedad propia de los blancos.

«Sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez y para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto, y el poder de los imperios, a costa de sangre y el sudor de muchas generaciones».

                                    AILÉN  G.

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