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LEÓN BLOY, modelo de Borges.-

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LA TISANA

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A  Henry  de Goux

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Santiago se consideró simplemente innoble. Era odioso permanecer allí, en la oscuridad, como un espía sacrílego mientras esa mujer, tan en absoluto desconocida, se confesaba.

         Pero, entonces, habría tenido que irse en seguida, tan pronto como el sacerdote vestido con la sobrepelliz llegara con ella, o por lo menos provocar algún ruido para que advirtieran la presencia de un extraño. Ahora era demasiado tarde, y la horrible indiscreción sólo podía agravarse.

         Desocupado, queriendo encontrar, como las cucarachas, un lugar fresco al cabo de ese día sofocante, había concebido la fantasía, poco de acuerdo con sus imaginaciones habituales, de entrar en la antigua iglesia y se había sentado en un rincón oscuro, detrás de ese confesionario, para perderse allí en sus ensueños, contemplando cómo se apagaba la claridad del gran rosetón.

         Después de transcurridos algunos minutos, sin saber cómo ni por qué, se había convertido en partícipe por entero involuntario de una confesión. Es verdad que las palabras no llegaban hasta él con claridad y que, en suma, sólo oía un cuchicheo. Pero el diálogo, cuando estaba por terminar, pareció reanimarse.

         Algunas sílabas, aquí y allá, se destacaban, emergiendo del río opaco de esa charla penitente, y el joven que por un milagro era lo contrario de un perfecto granuja, temió bondadosamente llegar a sorprender confesiones que sin duda no estaban destinadas a él.

         De pronto, esta anticipación tuvo lugar. Pareció que se producía un violento remolino. Las ondas inmóviles crecieron, separándose, como para permitir la aparición de un monstruo, y el testigo, estremecido por el espanto, oyó estas palabras pronunciadas con precipitación:

         –¡Le digo, padre, que puse veneno en su tisana!

         Luego, nada más. La mujer, cuyo rostro era invisible, se levantó del reclinatorio y, silenciosamente, desapareció en la espesura de las tinieblas. En lo que hace al sacerdote, éste no se movió más que un muerto, y trascurrieron despaciosos minutos antes de que abriese la puerta y de que desapareciera, a su vez, con el paso lento de un hombre abrumado.

         Fue necesario el campanilleo persistente de las llaves del sacristán y la exhortación a abandonar el templo, largamente proferida en la nave, para que Santiago por fin se levantara, tanto lo había aturdido esa frase que seguía vibrando en él como un clamor.

¡Había reconocido perfectamente la voz de su madre!

¡Oh, imposible equivocarse! Había reconocido también su manera de caminar cuando la sombra femenina se irguió a dos pasos de él.

Pero, ¿qué había ocurrido? ¡Todo se derrumbaba, todo carecía de sentido, todo no era más que una farsa monstruosa!

         Vivía solo con esa madre, que no veía casi a nadie y apenas si salía para asistir a los oficios. Se había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como un ejemplar único de la rectitud y de la bondad. Tan lejos como pudiera ver en lo pasado, no había en él opacidad alguna, nada que no fuese recto, ni un solo escondrijo, ni una sola desviación. Un hermoso camino blanco hasta donde llegaba la vista, bajo un cielo pálido. Porque la existencia de la pobre mujer había sido sumamente melancólica.

         Luego de la muerte de su esposo, caído en Champigny, y de quien el joven apenas guardaba un recuerdo, ella nunca había dejado de vestir de duelo y de ocuparse exclusivamente en la educación de su hijo, de quien no se separaba un solo día. Nunca había querido enviarlo a escuela alguna, por temor a que el trato con los demás lo perjudicara, y por ello tomó completamente a su cargo la instrucción de su hijo, cuya alma había construido con fragmentos de la de ella. El recibió así, de este régimen, una sensibilidad inquieta y unos nervios sumamente tensos que lo exponían a ridículos pesares, y quizá también a verdaderos peligros.

         Cuando la adolescencia hubo llegado, las consiguientes escapadas que ella no podía impedir la volvieron un poco más triste, sin alterar su dulzura. Ni reproches ni silencios acusadores. Ella aceptó, como tantos, lo inevitable.

         En suma, todo el mundo hablaba de ella con respeto, y sólo él en el mundo, su muy querido hijo, se veía ahora obligado a despreciarla: a despreciarla de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas, como los ángeles despreciarían a Dios si no cumpliera sus promesas…

         En verdad, aquello era como para perder la razón, como para salirlo a gritar por las calles. ¡Su madre, una envenenadora! Era insensato, era un millón de veces absurdo, era absolutamente imposible y, no obstante, era cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para arrancarse los cabellos.

         Pero, ¿envenenadora de quién? ¡Dios mío! Él no sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente conocida. No era por cierto el caso de su padre, quien había recibido un puñado de metralla en el vientre. No era a él, tampoco, a quien había tratado de matar. Él nunca estuvo enfermo, nunca necesitó beber una tisana y sabía que su madre lo adoraba. La primera vez que había tardado en llegar de noche, y no por cierto debido a razones muy pulcras, ella se había sentido enferma de inquietud.

         ¿Se trataba de un hecho anterior a su nacimiento? Su padre la había tomado como esposa por causa de su belleza, cuando ella tenía apenas veinte años. ¿Habría precedido a ese matrimonio alguna aventura que pudiese implicar un crimen?

         No, sin duda. Conocía muy bien aquel pasado límpido; se lo habían contado cien veces y los testimonios eran satisfactoriamente claros. ¿Por qué entonces esa terrible confesión? ¿Por qué, sobre todo, oh por qué había sido necesario que fuese su testigo?

         Solo, en el horror y la desesperación, volvió a su casa.

         Su madre corrió en seguida a abrazarlo:

         -Qué tarde vuelves, mi querido hijo!, ¡y qué pálido estás! ¿Estarás enfermo?

         -No –respondió él-, no estoy enfermo, pero el fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré cenar. ¿Y tú, mamá, no sientes ningún malestar? ¿No has salido a buscar un poco de frescura? Me pareció haberte visto desde lejos en el muelle.

         -He salido, en efecto, pero no pudiste verme en el muelle. Fui a confesarme, cosa que tú, mala persona, me parece ya no practicas desde hace tiempo.

         Santiago se sorprendió de no sentirse ahogado, de no caer de espaldas, fulminado, como ocurre en las buenas novelas que había leído.

         Era verdad, por lo tanto, que ella había ido a confesarse. Por lo tanto, él no estuvo dormido en la iglesia y esa catástrofe abominable no era una pesadilla, como por un instante había llegado a imaginarlo en su insensatez.

         No se desplomó, pero se puso mucho más pálido y esto hizo que su madre se sintiese aterrorizada.

         -¿Qué tienes, mi pequeño Santiago? –le dijo-. Tú sufres, tú ocultas algo a tu madre. Deberías tener más confianza en ella, que sólo te ama a ti y que sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!… Pero, ¿qué es lo que tienes? ¡Me das miedo!…

         Y lo estrechó tiernamente en sus brazos:

         -Escúchame con atención, muchacho. No soy una mujer curiosa, bien lo sabes, y no quiero ser tu juez. No me digas nada, si no quieres decirme nada, pero déjame que te cuide. Vas a acostarte en seguida. Entre tanto, te prepararé una buena comida muy liviana que te llevaré yo misma, ¿no es así?, y si tienes fiebre esta noche te daré una TISANA…

         Santiago, esta vez, rodó por tierra.

         -¡Por fin! –suspiró ella, un poco cansada, extendiendo la mano hacia una campanilla.

         Santiago tenía un aneurisma en el último grado de su evolución y su madre tenía un amante que no quería ser padrastro.

         Este sencillo drama se desarrolló hace tres años en los alrededores de Saint-Germain-des-Prés. La casa que le sirvió de teatro pertenece a un contratista de demoliciones.

Del libro “LOS CUENTOS DESCORTESES

Traducción del francés RAÚL GUSTAVO AGUIRRE

 

Edición al cuidado de JORGE LUIS BORGES

Colección LA BIBLIOTECA DE BABEL.

 

Edit. Librería de la Ciudad

(Franco María Ricci, Bs. As. ARG –  Parma, Italia, 1981)

               

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nota de   mArCe

LEÓN BLOY,  Francia, 1846-1917, narrador y pensador cristiano-socialista, ha escrito de las mejores literaturas anti-burguesas. Hace 50 años atrás se lo leía bastante como pensador socialista cristiano, fundador de movimientos laicistas en Francia… su pensamiento, como el de Jacques Maritain, tuvo influencia en la abortada (Opus Dei) renovación del catolicismo (Concilio Vaticano II) del siglo XX.

 
Dejando de lado ese aspecto de libelista rabioso que tenía, sus cuentos, según BORGES (Prólogo a la edición) del libro «LOS CUENTOS DESCORTESES» están entre la mejor literatura del siglo XIX, equiparable para él a Chesterton, Conrad o Kipling.
  
Otra curiosidad es que hay una novela argentina «BRILLOS«, de Luis Gusmán (El frasquito, Tenesee, El cerco, etc) , de Edit. Sudamericana año 1971, que plagió (robó) literalmente todo el cap. 1º de la novela EL DESESPERADO de León Bloy. Tengo ejemplares de ambas (de Bloy, incluso en francés) si en alguna clase lo quieren ver… estas cosas, hasta que uno no las ve, no puede creerlas… el plagio es así… «buscay buscay y encontrareis…»  jajajaja…
 
          Marce