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NICOLÁS FOPPIANI

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Cenizas

 

 

Era media mañana de un sofocante miércoles de febrero cuando el viejo Ford gris enfiló hacia la entrada vehicular del cementerio, deteniéndose ante el control de ingreso.

El policía apostado en la garita se acercó a la ventanilla. Antes de que llegase a preguntar nada, le fue exhibida la pesada placa de bronce que  informaba que ese era un Falcon asignado a un juez de la Nación. Sin mediar palabra, levantó la barrera, franqueándonos la entrada.

Nos internamos por una calle interna rodeada de tumbas para los muertos sin obra social. De algunas cruces de madera blanca colgaban rosarios, en otras había pegadas estampitas del Gauchito Gil.

Al final del camino dejamos el Falcon a la sombra del único árbol que encontramos. Ya desprotegidos del aire acondicionado del auto –una rareza reservada a la versión de lujo– el calor del verano nos recibió con una brisa dulzona y pegajosa. Un perro recostado junto a un tapial nos lanzó un par de ladridos de compromiso, sin siquiera levantarse.

El crematorio era una construcción regular de paredes de ladrillo sin revocar, un poco menos lúgubre de lo esperado. El ingreso conducía a una sala donde se apilaban varios ataúdes de distintos tamaños esperando su turno. En el rincón opuesto había, arrumbadas, unas bolsas con una fecha y un nombre escritos con tinta indeleble. La fecha parecía corresponder a la reciente incineración, el nombre, a su contenido.

Al final de la sala, una pesada puerta de hierro ocultaba el lugar donde todo sucedía. Con sus ladrillos refractarios gruesos como adoquines y el techo abovedado, el gigantesco horno me recordó al de una panadería.

Llevábamos una carretilla con varias cajas llenas de remedios adulterados para incinerar. La causa judicial se había cerrado hacía años, pero los cientos de frascos y blisters de pastillas habían quedado olvidados por la burocracia en un depósito de la policía, que las devolvió al juzgado porque las botellas se reventaban y perdían, “poniendo en peligro la seguridad de la dependencia”. Despedían un olor insoportable.

Una vez informado acerca del motivo de nuestra inusual presencia, el encargado del horno llenó un par de grandes bandejas metálicas con los medicamentos. Con un largo atizador las empujó hasta el medio del horno, trancó la puerta, y con una palanca encendió los quemadores como si pusiera en marcha una locomotora infernal.

A través de una pequeña claraboya pudimos ver como los chorros de fuego azotaban las cajas de pastillas y los frascos de jarabe. Cartón y plástico se achicharraron casi instantáneamente mientras las botellas de vidrio oponían una inútil resistencia.

El municipal explicó que las bandejas de acero inoxidable servían para recoger allí todas las cenizas, que luego se entregaban a los parientes del cremado, y que el horno era tan fuerte que en una hora reducía cualquier cuerpo a nada, incluidos huesos y dientes, con ataúd y todo. Me pregunté qué harían con los crucifijos y molduras de bronce que adornaban los cajones, sin atreverme a trasladarle mi duda al anfitrión. Dijo también que a veces quedaban prótesis e implantes de titanio sin quemar. Tampoco me atreví a preguntarle qué hacían con ellos.

Mientras cavilaba estas dudas, empezó a sentirse el sordo estallido de algunas botellas dentro del horno, quizás de las más pequeñas. Nos miramos con el secretario del juzgado y reconocimos un atisbo de alarma en nuestras caras. El municipal fumaba sin mosquearse, acodado en la palanca de mando. Nadie dijo nada.

Al cabo de unos segundos que parecieron eternos, los químicos de los remedios vencidos empezaron a reaccionar en cadena al ataque de las llamas. Las explosiones se sucedían con creciente virulencia, como petardos acercándose al cambio de año. Noté que la transpiración comenzaba a empapar mi camisa.

Hasta el municipal se sobresaltó cuando un estruendo hizo vibrar las ventanas. Un poco tarde ya, nos preguntó si había algún líquido inflamable entre la mercadería. Por supuesto que no teníamos la menor idea. Lo único que nos interesaba, a la policía, al juez, y a nosotros, era sacarnos de encima esa porquería lo antes posible.

En un instantáneo acuerdo tácito decidimos salir del crematorio ante el temor de que la puerta nos reventase encima. Una vez afuera, alcanzamos a ver que el perro que antes descansaba junto al tapial se alejaba a la carrera, con la cola entre las piernas. Me dieron ganas de seguirlo.

El municipal puteaba. Nos puteaba. A la luz del día me pareció que era bastante parecido al cantante de Los Palmeras. No se lo mencioné.

La tormenta de bombazos duró varios minutos que parecieron horas, pero finalmente amainó hasta silenciarse por completo. Dejamos que el municipal ingresara primero a ver cómo estaba todo. Al parecer el horno había resistido.

Pudimos constatar por la claraboya que de los remedios secuestrados sólo quedaba una masa amorfa y negra pegada al fondo de las bandejas, de la que emergían algunas burbujas de lava plástica aún candente.

El municipal operó en sentido inverso las palancas. Antes de abrir la puerta, accionó un extractor que ventiló el horno y enfrió bastante la indefinible cosa que quedó donde antes habían estado los medicamentos.

Con un par de golpes de atizador despegó los restos, y con una pala los metió en una bolsa que nos ofreció, y que el secretario gentilmente rechazó, autorizándolo a tirarla a la basura.

De la destrucción total de los efectos secuestrados se dejó constancia en un acta, que firmaron el municipal y yo, como testigos de rigor.

Volvimos al Falcon con la satisfacción del deber cumplido.

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                                                           NICOLÁS  FOPPIANI