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Un Río de Sangre – NSPQ –

.Maizal

UN RÍO DE SANGRE ———–(NSPQ, 210-2)
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Leila aceptó una primera salida con Esteban. Dos condiciones: en auto, y que no saldrían desde el colegio ni de su trabajo en la estación de servicios. Él la pasaría a buscar con el coche por un lugar inhabitado y para mejor, que fuera un día de lluvia, de ser posible, domingo, porque los gringos no salen ni a dar la vuelta a la plaza cuando llueve y así nadie los vería.
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El punto de cita era cerca del frigorífico “Maizal”, el mismo nombre del pueblo y del mismo dueño, su patrón, de casi todo allí, Don Mejías Charriere. Esteban, eterno impuntual, tuvo que esperar unos quince minutos por ella, entonces se bajó del auto y fue a espiar las lindes del pueblo hacia el río Carcará, donde vertía el frigorífico, y que curiosamente, a la altura de Maizal, hace una curva hacia el Norte, siendo el único río del continente que sube mientras baja, aunque luego vuelve a doblar al Este y ahí si, ya enfila seguro a desaguar en el Paraná.
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Todavía no llovía, pero Esteban se había puesto su impermeable negro, satinado o percudido del roce. Quizá las dos cosas. Ya estaba de trompa el viento sudoeste que trae las tormentas en la pampa, las nubes bajas, negras y espesas. Pensó que cincuenta kilómetros al sur, por Villa Palmira ya estaría lloviendo: se veían en el horizonte rayos y centellas y esa tira sólida de gris acero que es la cortina de agua. Los chacareros irían felices mañana a desayunar a El Mirador, porque cada diez milímetros de lluvia son diez Ave Marías y quinientos dólares más de rinde por hectárea. En las de él también, pensó Esteban, que todavía recordaba que los domingos se rezan los Misterios de Gloria. Justo allí apareció Leila con una camperita liviana de hilo tejido, celeste, vaquero azul de jean y un pilotín liviano de nylon beige doblado en el codo. ¡Qué hermoso le queda el celeste pálido a las rubias auténticas! Esteban pensó eso, pero dijo otra cosa, algo acerca de una resolana que le había parecido ver en mitad de la tormenta, como si lo que estaba pasando fuera a interrumpirse.
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Se besaron en la mejilla y caminaron los cincuenta pasos que los separaban del auto. Leila parecía ir con prisa, se abrió sola la puerta del acompañante, y cerró sin dar tiempo a que Esteban usara esos modales de remilgo de la gente que ha leído mucho a Kierkegaard y entonces, pregunta todo, y aún en mitad del sexo pregunta si así está bien, si puede hacer eso, si al otro le está gustando, si está bien, si puede tocar allí o repetir, y cuándo.
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En ese instante pareció que Leila iba un poco más adelante que su profesor de escritura creativa, al menos en lo que se refiere al estudio de Nietzsche, porque era evidente que tenía menos rollo con las cosas y se ponía a hacerlas más allá del bien y del mal. Nadie busca o debería buscar un logos en el otro, pero tarde o temprano el match “Kierkegaard-Nietzsche” se juega, y es un clásico. Y en el amor, lo peor es el empate.
–¿Qué estabas viendo en el frigorífico? –preguntó ella.
–Nada, como tardabas, salí a ver…
–Atrás de esos tapiales está el río de sangre.
–¿Cómo de sangre…?
–El matadero. Y las piletas donde dividen los despojos: cuartos traseros, delanteros, patas, cabeza, lengua, entrañas, ojos…
–No tiran nada, ¿eh?
–¿Estuviste alguna vez en un matadero?
–Sí –dijo él-, pero de humanos.
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Leila lo miró sorprendida. Si era broma, era de pésimo gusto. Si era verdad, tenía que ponerse en guardia. Había oído cosas de Esteban, de política, de negocios sucios, pero pensaba que eran asuntos de su hermano, el mayor, Javier, el prófugo. Como Esteban era uno de sus escritores favoritos y le gustaba, cualquier relato podía ser una mezcla de verdad, deseo o calentura, así que debía estar atenta o aceptar las cosas como fueran, verdad, mentira o su mezcla.
–Es un río de carne –dijo ella-, mi tesis será sobre la crueldad con los animales y la cancerización de los pueblos agrícolas con las fumigaciones de glifosato.
–Me encantaría leerla, podría editarla –dijo Esteban y recordó que odiaba a los editores que usaban la edición como arma de conquista sexual. Sobre todo si eran varones, como él.
–Recién estoy en la bitácora de información y estudio de campo. A veces basta con oler el matadero para entender. Un solo día en tu nariz el río de sangre y te hacés vegano.
–¿Qué sería vegano…?
–Nada de alimentos animales. Ni derivados.
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Se hizo una pausa, ya iban por la única avenida del pueblo, San Martín, sin contar el bulevar Belgrano que tenía su vereda en el medio con palmeras y eucaliptus y era casi un paseo. En otro momento, un pueblo así, blanco o amarillento, chato, chorreado de lluvia y desierto, lo hubiera descorazonado atravesándolo ida y vuelta sin una promesa. Sin un café abierto. Pero ese aire de melancolía se borraría de golpe con una mirada sorpresa y de rabillo al espejo retrovisor: Esteban se dio cuenta que Leila lo estaba mirando, entonces volvió rápido la vista al volante y a la acera. Sin embargo, ella no dejó de mirarlo. Un lector de Kierkegaard hubiera renunciado a la mirada del deseo: esa gente típica que baja la vista de lo que quiere, pero ella estaba leyendo a Nietzsche y a los colectivos ambientalistas y nadie sabía aún, pero era quien había robado el combustible para incendiar el hangar de la fumigadora del pueblo.
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Cuando Leila vio que Esteban rehuyó la mirada supo que iba a tener que ser ella quien decidiera qué hacer, cómo o cuándo empezar el noviazgo.
–Yo no podría ser vegano –dijo Esteban-. La carne no sería problema, pero…
–El vino tinto también tiene sangre animal, ¿sabías? La usan como tinte.
–¿Ves? Eso me costaría más que la carne, pero hay algo peor.
–¿Qué cosa?
–La manteca, el pan con manteca. A mí dame café con leche y pan y manteca y te sigo hasta el infinito.
–Bueno. Hasta ahí –dijo ella como si fuera casamiento-. Hecho –dijo Leila y mientras empezaban a caer pequeñas esquirlas de granizo, lo hizo estacionar al costado de la calle, justo en la arboleda frente a la planta de silos “Don Mejías”. Lo apretó contra el volante y agarrándole la cabeza con sus dos manos, le dio uno de aquellos besos dulces de aliento lácteo donde enjuagar el olor del río de sangre, y a partir de allí, pensar solamente en leche, pan y manteca, o cualquier otro derivado de la ternura, la tibieza y dos rodajas de harina candeal de los muslos, las nalgas o las mejillas. Y unos ojos celestes o verdes, según la hora del día, según la luz, capaces de atravesar cualquier espejo.
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24-ene-2016…………………………….MaRCe
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No sabiendo para qué (p. 210-212). NSPQ.
La foto, la ciudad imaginada de MAIZAL.