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CUANDO DUERMES JUNTO A MÍ
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Era un hombre que no podía dormir solo. Un hombre o un niño, o el niño de aquel hombre. Vino a la consulta por eso. Recién había perdido a su mujer y no podía dormirse, o peor, se agitaba en la cama y la inquietud siguiente al insomnio no le permitía siquiera ver un filme, ponerse a leer o salir a caminar. Dijo que la había perdido: en las primeras sesiones no acerté a saber si es que la mujer había muerto, se habían separado o ella lo había abandonado o se había escapado de él. Su aflicción era no poder dormir solo, necesitaba estrechar un cuerpo humano, decía, preferentemente mujer, y yo pensaba lo más evidente: la madre.
—De ser posible, doctor, que sea bella de las mil maneras que es una mujer, o al menos, que no sea ordinaria o descarada. Si no fuera mucho pedir (como si yo fuera un rufián), que sea discreta, a mí la timidez siempre me parece prometedora. Yo preparo el desayuno —continuó diciendo como si eso le diera derecho a ser feliz—. Completo: café, leche, tostadas, manteca y miel. Jugo de naranja. Exprimido a mano. En invierno.
Ni siquiera le molestaba compartir el cepillo de dientes o tender la cama. La misma mujer era otra, distinta, como él, después de haber dormido juntos, como si se tratara de una fuente de la doncella en lugar de un colchón. Esa quietud de la duplicidad de los cuerpos, inspirada por el sueño, provoca un movimiento de dicha, dijo, y yo agregué en la ficha la palabra «erotómano» después de «neurosis», y ya había comenzado el ideograma de «psicópata» con un signo de pregunta cuando él dijo:
—¿Acaso el mundo no comenzó con una tormenta submarina, doctor? ¿No ve algo invisible en la superficie? El abrazo nocturno produce la comunión de los sueños —decía— y era inevitable al despertar cumplir el sexo como un ejercicio, subir a un caballo, correr descalzo por la llanura o lavarse los dientes en el río.
—¿Y qué hace las noches que está solo…? —pregunté.
—Escucho la canción y veo la película.
—¿Cuáles? —Cuando tú duermes junto a mí, por Yves Montand. Y Claro de mujer, de Costa Gavras, con Montand y Romy Schneider, el origen de mis desdichas nocturnas es por no poder dormir con ella.
—¿Con quién?
—Con la actriz, Romy Schneider.
Cuando esa noche vi la película (tuve que pedirla prestada, ya no se consigue), supuse que la esposa había muerto y él lo negaba o no podía asumirlo. Podía estar loco del todo o ser una obnubilación provisoria. A veces, en la muerte de los hijos o los esposos hay un intervalo de locura, un estado de irrealidad en que se empoza el duelo y que puede superarse. Por si acaso lo derivé con Sialler, mi psiquiatra, y por las dudas hubiera un crimen en el asunto le pasé los datos al inspector Baldassini, un comisario de la Federal, retirado, al que yo conocía y en quien confiaba otros asuntos familiares. ¿Qué podía hacerle pensar a este hombre que su medio abrazo al comienzo del mundo era el de Romy Schneider? ¿Qué podía hacerle creer que ese abrazo existe cuando la sola comunicación entre dos personas es casi imposible? Y él se comportaba como un viudo de memoria, porque Romy había muerto, pero él decía tener una especie de memoria de su cuerpo en el abrazo dormido. En mi afán de comprenderlo o ayudarlo, vi varias veces las películas. Pero tampoco en eso era coherente, porque la pareja de actores y la historia eran de Claro de mujer, pero la canción era de otro film: Aimez-vous Brahms… Había mezclado los romances, los elencos y las canciones, y como sucede a menudo, intentaba ponerse al amparo de unas ficciones.
Después dejó de venir a la consulta. Volví a verlo meses después en la esquina del bar Faulkner, en Mitre y Urquiza, mal entrazado, con barba de una semana y un portafolios escuálido y antiguo como de un niño envejecido. Miraba al horizonte del techo de la YPF y fue sencillo evocar Hombre mirando al sudeste. Tuve que insistirle para que me reconociera, decirle varias veces mi apellido y ascendiente médico. Le pregunté qué hacía y me dijo que estaba esperando a su mujer, que ella iba a pasar a buscarlo para llevarlo al hospital. Entré al bar y me dijeron que hacía una semana que estaba parado en la esquina. Entre Sialler y Baldassini supe en un tris que el hospital era el Vieytes y que la mujer había muerto en 1999, en el Veloz del Norte que se incendió en el parador de Fighiera: intervalos lúcidos, temporadas de vivir en la calle, con la familia o internado.
Yo podía imaginarme unas historias de derribos, de un par de desamorados habituales que justamente parecen acomodarse con otro huérfano por la misma causa. El roto para el descosido. Supe que esos dos filmes fueron las últimas películas que hizo Romy Schneider entre sus dos terribles desgracias: la muerte del hijo y el divorcio. No es solamente una actuación o un personaje, es mucho más, ¿cómo decirlo? Se ha pasado la última raya y no va a regresar. Y además, no le importa. Eso le ocurría a mi paciente: el dolor de vivir, de seguir vivo. Algo tan esencial como invisible, algo que no nos ha sido dado o hemos perdido para siempre. Algo como lo que intentaba decir Katherine Mansfield en el canto de su canario, en ese cuento tan consolador para los psicoanalistas.
Un día finalmente conseguí la grabación y no voy a negar que me produjo una pequeña conmoción: un par de veces yendo en el auto y apareciendo la canción en el estéreo, tuve que detenerme en el cordón o sostener la mirada húmeda al volante. ¿Por qué? Es la pena de una falta de origen, ese lugar adentro, insoportable, al que llevan las pérdidas esenciales, sagradas, si vale que un agnóstico use el adjetivo. No es la sola pena de amor. Es vasto como un vacío infinito, eso que dejan el calor o la luz cuando se alejan en la ruta o en el campo, en esa hora de la tarde en que un Pessoa triste se dio cuenta de todo: una mancha que se extiende y que un día aparece con el canto del canario y otro día con la voz de Yves Montand o el rostro de Romy Schneider. Una ausencia metafísica. Supongo que llamarle dolor de vivir está bien.
La canción Cuando duermes junto a mí está inspirada en una sinfonía de Brahms. Eso explica la eternidad de su base armónica, sus tonos, su cadencia. La letra es un poema de Françoise Sagan y fue hecha para la película Aimez-vous Brahms… Escuchándola, es imposible no sentir ganas de dormir con alguien. Apretarse contra el cuerpo de otro (ya sin preferencia), y en el abrazo, esconderse de los terrores de una vida tan hermosa como fugitiva. Así como un abrazo de Romy Schneider o el que ella se fue buscando. O el que a todos nos falta alguna noche o hemos negado. Un abrazo para dormirse. Para siempre. Justo hoy, que yo también dormiré solo.
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