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Constanza

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CONSTANZA
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“Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro, era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y habría deseado nadar sin pantaloncitos.”
………………… “El Nadador”. John Cheever
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Sólo después de algunos meses la conocí. Al principio yo iba a la pileta de la calle Mitre como un enfermo, como alguien que debía rehabilitarse. La primera consigna era no ahogarme; la segunda, distraerme y mitigar la pena, y recién después, empezar a cicatrizar un lugar adentro mío para preparar el olvido y la resurrección.
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Estaba tan triste entonces -a causa de una sirena precisamente-, que otra mujer bajo el agua no me hubiera significado más que un animal marino, un nadador, un vehículo, y más o menos según el tamaño, un delfín, una ballena o una raya. ¿Qué podía tener de diferente esta nadadora parlanchina de 20… 22 años en el andarivel número tres? Yo tenía un prejuicio: pensaba que si alguien hablaba mucho, no diría nada. Y claro, era mujer, joven, y encima nadaba con un estilo, velocidad y potencia que humillaba hasta a los profesores… ja… ¡No había quién no quisiera nadar en su carril y competirle!
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A veces daba gracia y otras, pena. Nadie le podía aguantar el ritmo. Todos los muchachitos se le apareaban en el mismo andarivel o el siguiente, y con el entusiasmo, hasta podían arrancar primero. Iban a la par dos piletas, tres… a la cuarta, Constanza empezaba a sacar sus ventajas, parciales, definitivas. Y más adelante era peor. Nos sacaba vueltas completas, entonces te esperaba haciendo la plancha o tomando del pico su agua mineral sin gas, o volviendo a comentar a otra niña sobre el vestuario de “Kosiuko” que había elegido Britney Spears para el último clip de la MTV.
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Un cuerpo torneado de atleta, malla nadadora azul, y eso sí, un par de tubos perfectos en los brazos y las piernas. Lo más normal a su edad, nadando desde los ocho años, según ella. A cualquiera le hubiese llamado la atención la potencia. No tanto el estilo como la fuerza, la velocidad, una marcha que parecía imparable. Era como si en el pequeño mar celeste y cuadrado del Sindicato del Seguro, hubiera diez nadadores (el resto), y una lancha o una moto de agua. Eso fue todo lo que empecé a reconocer de Constanza… la moto de agua, el Mercury fuera de borda, la turbina. La evidencia de que cuando ella llegaba o estaba nadando, el resto debía cuidarse. Sin sorna, alguno preguntó una vez si la niña tenía seguro contra terceros: – Te llega a chocar de frente, te manda al fondo de la pileta– y el que lo decía, no veía la hora de que al menos lo rozara con las patas de rana o las manoplas.
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Es que si ella estaba en el agua, había otra energía en la masa líquida. Era una cosa eléctrica, propulsada. Cada vez que llegaba a los extremos del natatorio, y pegaba con sus dos plantas del pie contra las mayólicas, para girar y emprender la marcha inversa, el golpe que daba al hormigón hacía temblar todo el gimnasio, el complejo… el complejo de los varones, que así estuviésemos en ese instante nadando en Gimnasia Esgrima, Uni o El Saladillo, sabíamos que Constanza estaba en el fondo del océano. El estruendo que hacía al golpear la pared del fondo para impulsarse, hacía huir a los peces chicos y tomar recaudo a los tiburones. Por si hay alguna duda, su rutina de base era nadar doscientas piletas seguidas, de veinte metros cada una: cincuenta de crawl, pecho, espalda y mariposa. Estamos hablando de cuatro mil metros en una hora, o sea, el Paraná frente a Rosario, cuatro veces, al hilo.
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Cada cincuenta piletas de estilo (puro como nereida de una fuente), se detenía, saludaba a los mortales y hacía algunas conversaciones pueriles sobre el baile del sábado, la ropa “Kosiuko” de Britney o el personaje de la novia loca de Cameron Díaz en “Vanilla Sky”. No puedo decir la desazón que me produjo (como una recaída en mi espíritu recuperado), el día que confesó que su modelo de chico era Tom Cruise. Me taché de la lista, salvo por la estatura. Y ahí nomás, a los pocos días de nombrar su ídolo, desapareció de la pileta. Dejó de venir. Fue terrible, como un Triángulo de Las Bermudas en la calle Mitre.
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Disimulé mi interés varios días, pero cuando advertí que la depresión por su ausencia afectaba incluso el color del agua o su pureza, dejé de lado mi orgullo de Ian Thorpe o José Meolans, y pregunté a los profesores por nuestra amada Esther Williams.
Entonces escuché una leyenda, una historia maravillosa que sólo puede ocurrir debajo del agua, o a causa del agua enamorada y el movimiento que produce: Constanza recorría todo el tiempo los natatorios de Rosario buscando a un chico, un estudiante holandés de veinticinco años que estaba aquí por algún intercambio universitario, o como esas desastradas ballenas que equivocando el mar con el Río de la Plata, a veces terminaban en Rosario.
Constanza nadaba una semana en el Sindicato de Seguro, y la siguiente en Sportsmen. Y luego en Provincial y otro mes en Náutico y al siguiente en “Dreams” o Círculo de Plata. Y entre semana se daba una zambullida en “Collage” o El Tala, y por qué no, el río abierto, el Paraná desde Puerto San Martín hasta La Florida. Para ella era como dos vueltas al Parque Urquiza.
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Constanza no tenía un agua fija, cambiaba de piscina tras la estela de un muchacho. Era una especie de Ulises al revés. Era la nereida cautiva del marino: “el holandés errante” (*), lo más parecido a la ópera de Wagner. El holandés, decía la leyenda, le había empardado el andarivel y el corazón, una tarde, en la pileta de Plaza Jewell. Pero como era un nadador compulsivo, como ella, o amante desesperado, nunca podía esperar que cambiaran el agua, pasaran el barre-fondo o echaran el cloro. Entonces se cambiaba de pileta todo el tiempo, y así, buscando su estela, iba Constanza por las piscinas de Rosario como si fueran los siete mares.
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Hoy sábado, a punto de entrar a mi modesta rutina (sesenta piletas), cerca del mediodía y con el agua blanda y solitaria, sin bañistas, estoy terminando estas notas. Siempre que llego al fondo límpido y amniótico me resulta inevitable buscarla. No la veo, hoy tampoco. Pero de pronto siento el estruendo, la bomba en el hormigón de las puntas y veo un rayo de terciopelo azul que pasa cruzando el paraíso. No hay nadie más en el Hades cristalino, Constanza y yo en el mar de la calle Mitre.
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Recién después de nadar dos continentes, ella repara que hay alguien más y me saluda. Un hola indiferente como salido del ostracismo de un caracol. Pero entonces se vuelve,. quizá me ha visto por primera vez. Primera vez en un año, y me dice:
– Esteban (¿sabe mi nombre?), Esteban… ¿nadamos juntos? Y yo sonrío, como un imbécil. Arranco antes, confundido trago agua, cosa que no me pasaba desde la época de los boy scouts en la parroquia. Pero luego, poco a poco, vamos tomando un ritmo. Me espera o me perdona y disimula todo con una sonrisa debajo del agua. Y entonces no sé bien si es la hora, la soledad o esa luz infinita que tiene el mediodía. De pronto la pileta se alarga como una laguna y el tiempo se detiene en mitad del río. Como si nadásemos sin pantaloncitos, como el placer natural del verde claro y aquél instante en que la vida se vuelve maravillosa.
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…………………………………………………………Marcelo Scalona
(*) “El Holandés Errante”, ópera de Richard Wagner, donde un marino no encuentra un agua segura, pierde el rumbo y sucumbe en el Mar de Noruega.
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FOTO: la actriz y nadadora olímpica USA, Esther Williams.
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** Del LIBRO “COMPOSTURA DE MUÑECAS”, Ed Homo Sapiens, Rosario, 2003