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Pasaporte a las Doce

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PASAPORTE A LAS DOCE
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El señor de las doce del mediodía en el bar Pasaporte acaba de fumar sus diez Philip Morris, bebió su cortado chico y saludó a Lucrecia -la moza-, con un aire de ensoñación como imagino tendría Chéjov en sus últimos días en el Spa de Baden Weiler.
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A mi lado hay tres amigas jóvenes (podrían ser Las Tres Hermanas de Chéjov) que empezaron a despedir el año con muchos hidratos de carbono y gaseosas light. Me piden permiso (el sol en el cenit) para acercarse a la sombra que me rodea. Me refiero a la mesa. Les digo que sí, claro, y agradecen. En la mesa de la izquierda aparece el típico señor gritón que no entiende la diferencia entre el teléfono celular y el megáfono, mientras yo intento escribir, pienso, leo y anoto unas claves en un libro de Plácido Grela (La Gesta del grito de Alcorta) y en el de Valeria Correa Fiz: La Condición Animal, los mejores cuentos que leí este año, esos del cross en la mandíbula. Como diría Damián Tabarovsky, editor: por favor, tráiganme alguien que escriba como se escribía antes…
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El 20 de diciembre debo acompañar a Valeria en la presentación del libro, en MAL DE ARCHIVO. Esa parte de mí que es un locutor soñando poemas a menudo piensa en otros libros que acompañé, los de El grito de Alcorta, el libro de Grela, el de Carlos Serqueira, porque para mí, Francisco Netri es un prócer que los argentinos han olvidado o no han llegado a conocer. Nadie sabe o recuerda (que son lo mismo), que lo mataron justo frente al bar “Faulkner”, en Mitre y Urquiza, y que si un día te ponés a inflar las gomas de tu auto en la YPF de la esquina, verás en medio del tizne y unos avisos, la placa de mármol que lo memora.
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Entonces levanto la vista y hay un brillo de sol que reverbera en los adoquines y nos bendice a todos los paseantes de esas calles inclinadas que remedan un Montmartre del arrabal rosarino, el puerto, la barranca, la aduana.
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La luz argentina es para todos: las tres amigas, que podrían ser “Las tres hermanas” de Chéjov; Chéjov, que ya no tiene nada más para fumar pero a algo sigue sonriendo; la memoria de Netri, ilustre en mitad de la gomería de la estación de servicio; y esa niña rosarina (Valeria) que hace tiempo dicta talleres literarios en la vecindad del Instituto Cervantes y ha vendido su cabellera blonda a los indios sioux europeos para escribir este libro como algunos de Arlt o de Walsh y hasta de Uhart, una ponzoña llena de dolor que a veces se hace la tonta, la dosis justa de revólver y silencio, esa utopía argentina que siempre a esta hora, a las doce, en este sitio, me expande el corazón y la inteligencia en medio de la gente, los jazmines, el café y el jacarandá.

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