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El Chino -9-

.El Chino 9

EL CHINO – 9 –

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Cuando vuelvo del jardín de Alem, el Chino va por el medio de la acera con su carrito del súper cargando cinco cajones de cerveza Brahma. Las veredas están rotas o son desiguales, entonces debe ir por la calle y disputarle el tránsito a los autos feroces, ómnibus, camionetas de reparto o automovilistas de los días de fin de año, con esa ansiedad inexplicable de querer apurar el tiempo que sabe ir solo hacia adelante.
Pienso adónde irá Wu con los cajones vacíos, si los chinos tendrán un depósito o un mayorista donde reponer bebidas. Saco el perro «Negro» a dar su vuelta matinal y con esa coartada, aprovecho a seguir a Wu que toma calle Saavedra y va hasta el chino que queda enfrente del Club Ciclón y le repone o le presta o le vende, a mejor precio, las 60 botellas de cerveza Brahma, rubia. El rubio no es un pigmento chino. El chino es cetrino o negro, como el perro, ni siquiera castaño y si les decimos amarillos, por su piel de papiro o pergamino o cera antigua, no existe naturalmente entre ellos el pigmento rubio. Wu vuelve a la acera, ahora va contramano por Saavedra hacia el río, una cuadra o media y allí toma el Pasaje Castelli hasta Ayolas que es casi una avenida. Allí dobla hacia el Este y pone rumbo franco a su chino. Elige el lado derecho de la acera pero ahora debe empujar con fuerza el carro por el peso, algo de 70 kilos entre botellas, armazones y una caja de cartón con otros productos que le agregaron cuando ya estaba en marcha. 
Como yo voy con el perro por la vereda de enfrente mi visión es discontinua, atomizada, interrumpida por autos, peatones, árboles, vehículos estacionados y el resto de la actividad que hay en las calles y las veredas. De pronto lo veo en el interín de tiempo o materia que queda entre dos autos, dos vecinas que están charlando, una que está barriendo, el mecánico chapista, la portera de la escuela Echeverría o un médico de la clínica del Doctor Gentile. La velocidad más lenta del chino pedestre perfora el paso raudo y feroz de los autos, es como una imagen en cámara lenta que hiciera un sobreimpreso encima de una cinta veloz y monocorde. El Chino, su imagen fantástica, multiplica y altera la realidad que atraviesa. Incluso puedo escuchar el leve chirrido del engranaje de las rueda de su carro de compras, el cric cric que hacen los cajones plásticos rojos en el vaivén del viaje por el asfalto. Por un instante veo al mismo tiempo los gases del smog de los autos y la espuma futura de las cervezas que él transporta y que servirán para los brindis de esa noche. 
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Cuando Wu llega a la esquina de 1° de Mayo, la bifurcación aumenta mi percepción de su faena y puedo ver a todo el pasaje del colectivo 138 Rojo rumbo al centro, un coche lleno, pero no desbordado, pasajeros más finos que los del alba, algo del tipo atildado de media mañana: estudiantes, profesionales o empleados de alguna jerarquía. Entre todos, hay una muchacha que levanta la vista de un libro en una de las ventanillas, mira a Wu con su carga milenaria por el medio de la estepa china y me mira a mí, que por la otra vereda conduzco a mi bestezuela negra con su correaje de cuero por mitad del campo, arando la llanura blanca y materna de la tierra argentina. Wu nos mira a ambos y hace otro cabezazo para asegurarse que tiene prioridad en el cruce de calles. Hay un cartel de PARE que congela la escena, entonces me doy cuenta que la chica va leyendo un libro de Saer, algo de ver sombras detrás de un vidrio esmerilado y justo el perro se empaca y gruñe, tiro de la correa y él me ladra fiero hasta mostrar los dientes. Eso me detiene justo para que nos pase por delante el 138 Rojo y no nos atropelle. Pasó tan cerca que hasta pude ver de adentro el coche, así supe que la chica también era morocha y lo que parecía una blusa en realidad era un top que le dejaba el vientre al aire, como si se hubiera calzado los jeans encima de una malla. Y tenía lentes y un arito en la nariz, de su lado derecho. Tenía una mirada lúbrica muy lejos del pudor o la represión sexual de Adelina. 
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Un instante de duda y cuando pasó el turbión, Wu ya nos lleva veinte metros, a su velocidad constante de cinta mecánica, de engranaje fordiano del mundo, de melodía de vals con ruido de agua y flores de loto, cruzó la esquina delante del colectivo como era su derecho. El hombre que actúa, el protagonista, el héroe, no se detiene. Su imagen atraviesa otra hilera de autos, comercios y vecinos y pasa entre medio de la verdulería, el vidriero, el kiosco de diarios y en todo se refleja, como si fuera al mismo tiempo una calabaza, una lechuga, una cabeza de ajo, el azogue de los espejos, el dorado a la hoja de la foto restaurada del abuelo, los Billikens de la infancia, unas revistas Pronto o los diarios La Capital de 150 años.
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Cuando Wu llega al chino se estaciona en la vereda y pregunta en chino cantón a Fanny si entra al salón los cajones rojos de cerveza. Él me ve al descorrerse la cortina y me sonríe, dice su habitual “cha”, que vale como saludo de ida y de regreso, de hola y de chau. Cha, y sonríe. Yo estoy en la cola de pago con dos latas de cerveza Brahma y el libro de Saer en la parte en que Tomatis le dice a Adelina que vaya abandonando el soneto, o mejor, que tenga más sexo, más cantidad y calidad de sexo, porque eso mejorará su poesía. El Chino trabaja en la vereda, bajo un sol de diciembre de 40 grados no transpira. El viaje de aprovisionamiento duró más de media hora y deben haber sido unos mil kilos de hora fuerza, pero él está seco y fresco, joven y fuerte como un dromedario por el desierto, cargando el agua en un lugar imaginario que sin embargo lo orienta y lo fortalece. Sonríe, me alza la mano, pero todo eso lo veo fragmentado y turbio detrás de la cortina y por el entresijo de luz o visión que queda cuando algún parroquiano abre y cierra las varillas transparentes pero difusas y esmeriladas. A través de la cortina veo al mismo tiempo su sonrisa, su queja, la calabaza, el rostro de un artista, la muchacha del libro y siento la espuma de la cerveza correr por mi garganta: es de noche y conmigo hay otra muchacha, negra o renegrida, que sólo ahora advierto, tiene los ojos rasgados, es cetrina y habla en murmullo, en una lengua extraña que pide coger mucho, ordena casi, que esa noche cojamos mucho. Exije hacer cosas nuevas con nuestros cuerpos para mejorar la escritura del soneto.
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