© 2011 admin. All rights reserved.

MARCELA GONZÁLEZ GARCÍA

.

MILAGROS

 

Argentina, 2011

La presidenta Cristina presentó en sociedad a la primera vaca transgénica clonada con dos genes humanos que será capaz de dar leche maternizada.

Declinando el honor de que la ternerita llevara su nombre, al son de un “¿Qué mujer se banca que le pongan su nombre a una vaca?”, y tras una rápida búsqueda en sus fueros más inconcientes, la presidenta tomo represalia contra alguna vieja compañera de  escuela, universidad o bancada y la bautizó “Rosita”

Mientras tanto Juan se ufana con sus compañeros de trabajo.

-Varón fue, machito. Y pesó casi cuatro kilos. ¿La gorda? Está destruida. Te imaginás. Sacar tremenda bestia por allá abajo. Y además tiene las tetas todas agrietadas, porque Juancito se prende, no todavía con dientes, porque no los tiene, pero con uñas y saña sí.

Pero, ¿qué querés? Es el destino de las mujeres. ¡Darnos hijos! Nosotros los hacemos, carajo, que ellas hagan su parte.

¡Cuando quieran! ¡Vengan a conocer al potro cuando quieran! Recién mañana le dan el alta, pero al Sanatorio o a casa, vengan cuando quieran. La gorda prepara una picadita y festejamos con un vermut-

Más allá de los errores conceptuales respecto a si se trata de la primera, segunda o tercera vaca clonada, transgénica o lo que fuese, lo cierto es que el nuevo milagro del INTA representa un gran avance en la posibilidad de  aportar nutrientes esenciales mediante lactancia no materna en el futuro y constituye un hito en la evolución tecnológica y biomolecular.

La leche que dará la vaca argentina Rosita, el primer bovino nacido en el mundo al que se le incorporaron dos genes humanos, se asemejará a la humana con propiedades antibacteriales y antivirales de gran impacto en el sistema inmunológico.

 

 

-Pero, gordo, ¿hoy van a venir a comer una picada? Hace tres días que no duermo. ¿Y cuantos son?-

-No te quejés, no seas flojita. No todos los días se tiene un hijo. Y además, ¿para qué te la traje a mi vieja a vivir unos días acá? ¡Para que te ayude, claro! ¡Dale, gorda, y aflojá! No sos la primera mujer que tiene un bebé. Deberías agradecer a la vida lo que tenemos, ¿no? En realidad a la vida y a mí.

-Ese chico no se prende bien. Tenés que estirar más el pezón-

-¡Es que me duele tanto, Rosa! ¿No está por ahí la pezonera que me regaló la neonatóloga?

-Dejate de joder con cosas modernas. En mi época nos arreglábamos naturalmente. Tu marido también era un animal comiendo y ¡qué pezonera ni pezonera! Sujetá bien a ese chico que se te va a caer. Yo voy a prepararle unos mates a “mi” Juancito-

-Pregúntele si no vio la pezonera, por favor-

-Qué va a saber él. Buscala en ese despelote de bolso que trajiste del sanatorio-

La flamante madre mira a su hijo y se le estruja el corazón. Nunca imaginó tanta felicidad y sufrimiento al mismo tiempo,  ambos generados por la misma persona. Todavía no ha podido disfrutar a su primer vástago. El agotamiento se lo impide. Pero una ternura desconocida  le invade el corazón y la reconforta.

Por un momento olvida el sueño, la tirantez de los puntos de episiotomía, las grietas, el sacro desplazado que le apuñala la cintura.

Todo vale la pena por su hijo. Se siente una semidiosa capaz de generar vida independiente de ella, de su marido, de todos.

Siente que nunca más estará sola, que nunca más pensará en ella y por ella misma, que ha cumplido con los mandatos sociales.

Mira nuevamente a su hijo y acaricia su cabeza. La manito se apoya en el pecho adolorido y succiona con avidez, satisfecho. Ni él ni ella conocen aún la dimensión de la entrega que apenas ha comenzado. La leche es sólo una de las tantas cosas que la madre le aportará.

Escucha desde su habitación la voz estridente de su suegra que pregunta a Juan donde colocar los salamines. Y la respuesta inmediata:

-Dejá, vieja, después la gorda se ocupa-

-No crezcas, Juancito. No te me eches a perder-

Rosita ha perdido la notoriedad de los primeros días. Se dedica a crecer y a disfrutar de la vida. Le encanta escuchar el canto de los pájaros por la mañana y asomarse por el ventanal vidriado del tambo para ver cómo el viento mece las hojas de los árboles. En su ensoñación, bajo el cálido rayo de sol que atraviesa el vidrio, se imagina en el futuro cuidando a sus propios terneritos.

El clima de Balcarce es maravilloso. ¿No lo creen así?, pregunta a sus medias hermanas.

Ellas siguen rumiando, con indiferencia. Evidentemente soy distinta a las demás, piensa Rosita, desconocedora de sus genes humanos. Soy mucho más sensible.

 

Agotada la novel madre se recuesta junto a la cuna de su niño y trata de dormitar, ansiosa por recuperar el sueño perdido, olvidando que el intento presuroso por conciliarlo se constituye en su principal enemigo y retarda la llegada del sosiego. En una melange onírica de límites imprecisos, sueña con su hijo ya grande, en su primer día de escuela, jugando a la pelota, como sueña su padre, o siendo feliz con lo que haga, como desea ella, presentándole a su novia, construyendo su casa, mientras sus pechos, poco a poco, se achicharran como pasas de uva. Sus hasta entonces vírgenes tetas, turgentes, lozanas, que tanto placer dieron y recibieron, son ahora sólo dos caricaturas grotescas, surcadas por enormes ríos venosos azulados, con los pezones rodeados por gruesas cadenas sangrantes que su hijo y su marido tratan de triturar.

Despierta sudorosa y asustada al caer en la cuenta que el bebe se mueve inquieto. Ya han pasado dos horas y el milagroso suplicio de la lactancia recomienza.

¿Alguna vez mi vida volverá a ser normal?

Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Rosita pregunta a sus compañeras de tambo si alguna de ellas siente también  ese cosquilleo extraño en alguno de sus estómagos cuando le conectan las copas de ordeñe.

Pero las otras no entienden su idioma.

 

                                      Marcela