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LLEVÁNDOME
……………………………………….(Explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome-Alejandra Pizarnik)
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A menudo siente que ya no está más aquí. Que se ha ido, que faltó a la cita, que salió escapado de sus circunstancias. No es una tristeza. No es autocompasión ni una pérdida o bruma. Es una sensación de plenitud, tan leve, tan sin euforia, que parece el contento de Borges: un rictus en la comisura, una mirada de rabillo. Como si pudiera colocarse en otra parte y volara desentendio como un colibrí o una nube y desde allí mirase tranquilo, a sí mismo y a los otros, divididos. Contemplar a los que lo están corriendo para que cumpla su parte en la creación del mundo, en el pago del IVA, la segunda cuota del inmobiliario y el sacrificio de los santos inocentes.
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No es fácil explicar que alguien está aquí y al mismo tiempo ya no está más como estaba. Las primeras advertencias son por el lado del desempleo, la compasión de los tontos y su horror por el silencio, la locura, la angustia, los pronósticos de encierro, suicidio. «Lo echamos de su trabajo porque usted es un artista y queremos que sea feliz en el paraíso», le dijo el patrón a Robert Walser. Pero a él no le pasa eso. Nadie tiene más ganas de vivir que un escritor, un resistente, un volador de tiempo completo. Mastica, duerme, besa, nada, chupa, coge, pedalea, escribe, pinta y estornuda. Ordena sus carpetas llena de expedientes, sus casilleros, portafolios, tramas, argumentos, diálogos, aventuras, poemas. Paga el Monotributo y en término pone la primera cuando el semáforo da luz verde.
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No es eso. Es distinto. No es que no quiera estar más aquí, y menos presumirlo o hacer la pose abstraída, loser, ausente. Sucede, el amor es algo que pasa, como le ocurría al padre de Sam Shepard cuando daba de comer a los canarios. Como el truco del mago de Symns, que ahora está y ahora no. Como si él no pudiera quedarse, como si ya lo estuvieran esperando en otro sitio y como a David Leavitt, “ningún sitio está fuera de su camino”. Como si la luz verde no se fuera y cuando quiere acordar, ya está lejos. Se ha ido, como el misterio.
Y no es que acá esté mal, es otra cosa. Como si él fuera de allá, como si hubiera encontrado otra naturaleza, otro lugar, otro deseo. ¿De dónde? Si hubiera mapas ya los hubiese patentado. ¡Qué vivo! Y no es que no sepa volver o tenga algo pendiente. Es que allá está mejor, pero no en ilusión, sino que anda complicado con las manos y no le falta tierra en las uñas. Pero es tierra de surcos, de árboles, de grama, no es la mugre de la tierra del tedio urbano. Es tierra donde quedan mariposas y pájaros.
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Tampoco es nuevo ni original. Ya dije que le pasaba todas las mañanas al padre de Sam Shepard cuando daba de comer a los canarios. Y a San Juan de la Cruz cuando rezaba, al Che Guevara en las sierras y a Marilyn cuando cogía, incluso con el Chavo. A los tristes les pasaba casi siempre, a Primo Levi, a Célan, a Mansfield cuando tosía y al cura Mc Guire y a todos los torturados que han tenido que seguir viviendo con eso.
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Es como si se mirara a sí mismo desde una azotea o desde arriba de un barco que parte y uno se viera dividirse, escindirse. Y uno se quedara y otro se fuera: irse y quedarse, ser el propio espectador de uno, benévolo, puro, recién nacido; quizá el único instante de bondad: al comienzo del error del lugar o del momento o de haber nacido.
Y lo que hay en medio es esa aceptación, la única receta posible para seguir parado en la cuerda a treinta metros del piso, con un viento en contra que se embolsa en la sombrilla y amenaza para abajo. ¿Cómo decirlo? ¿Lloverá? Está anunciado. Es tan lindo mojarse. ¿De qué tristeza hablamos? Como si todo lo que uno ve en las vidrieras ya lo hubiera tenido o adivinase las costuras o las trampas o la fecha de vencimiento. Las cosas que le importan están dentro suyo, pero las quiere llevar a otra parte. Ponerlas a salvo, no de un naufragio, ni de un escándalo o un crimen, sino del horror cotidiano que siempre acecha la maravilla.
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A veces no puede, es el drama de casi todos. Los días de la derrota le viene nítido el recuerdo de aquella tarde de marzo del 73 que terminaba el verano y estaba con el barrilete azul y amarillo en mitad de la plaza de Villa Manuelita. Corría como loco por los senderos de granza, porfiándole a una brisa enferma para que lo subiera y lo llevara. Era un frenesí desesperado porque él sabía que se terminaba el verano y la infancia. De pronto vino un viento furioso, una especie de demiurgo encargado de llevarse las estaciones y fue la última vez. Desde entonces solo le quedan estos días de Alejandra, en que siente que todo hubiera partido dejando apenas papel y lápiz. Las palabras de este mundo, como decía ella. Y a veces puede contarlo y otras no. Las más de las veces no le importa, ni sabe cómo volver, ni quiere.
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…………………………………………….21-04-2016………………………………..MaRCe.