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Azulflambé

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AZULFLAMBÉ…

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……..Ahora me estaba acordando, porque estábamos en una celda oscura y se me estaba yendo de los ojos la claridad de afuera y empezaba a distinguir los objetos en la negritud del cuarto. Me volvían la visión y la lucidez al mismo tiempo. Extraño en una estancia umbrosa, una celda, seguramente, donde nos habían puesto por no tener documentos o veinte pesos. Supuse que era un calabozo, la pocilga al final de un laberinto de pasillos tejidos por el demonio.
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El Sargento Lugo había dicho que era la 48, y que todo era tan torcido y oscuro, que para embocar las puertas había que enhebrarlas.Un socavón maldito, pensé, recordando el poema de Aguirre. Otras dos vueltas en el tren fantasma y podrían desaparecernos… – Los jueces se enteran de lo que yo quiero -dijo el sargento-. No parecía mal tipo, siempre con esos latiguillos optimistas («todo puede arreglarse»), aunque no dejaba de empujarnos con el machete y como nos llevaba casi en andas, ciegos, metimos el pie en un sumidero sin tapa. Aumentó la risa del milico y dijo «no sea mariquita, doctor… no es nada, la mierda es suerte…» Al final, siempre se llega. A otra parte, pensé yo.
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A la piba que estaba conmigo le decían «la Knicks», porque siempre andaba con una gorra del equipo de basket de Nueva York. Igualita a la de Central Córdoba, pero no era lo mismo. El Base de los Knicks, Charlie Ward, acababa de firmar un contrato por setenta y dos millones de dólares, y nosotros estábamos a punto de vender el «Gabino Sosa»(*) para pagarle al aguatero, la luz y el gas. Pero la piba no tendría más de quince años… ¡Qué iba a explicarle si apenas hablaba por señas! Le decían «Pomelo 4», se dejaba por una gaseosa, pero tenía que ser ésa. A veces, si hacía mucho frío en la vía, aceptaba un poxirán o un frasquito de fana cintogum. Cualquier cosa que tuviera tolueno, dijo. Me sonó raro que en un vocabulario tan frugal hubiese palabras técnicas. En horas desesperadas, dijo (¿quién no?), era capaz de hacer descuentos y aceptar unas latitas de jarabe cola, vacías, a las que llenaba de cenizas para luego fumarlas. «Coque» le llamaban a eso, y era inevitable que después de probarlo, uno hablara mal del Papa. Yo lo hubiera fumado ahora, aunque después blasfemase contra Raymond Chandler o pegase alfombras con un estornudo. Son horas desesperadas.
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La mano blanca de la piba empezó a enjugarme los moretones, y en la oscuridad parecía un ave. Era una mano larga y huesuda que parecía tener un brillo, un relumbrón auténtico camino a desperdiciarse en la ruta de la calle y del abandono; más precisamente, en la Cortada Mangrullo, donde los estibadores esperaban sus changas y se calentaban de dos maneras: con aguardiente y con ella. De pronto, la chica me besó en la frente, en los labios y cuando vino hacia mi rostro se quitó la gorra. Con los cabellos sueltos y largos parecía una vestal, una mujer azulflambé, una crisálida saliendo de su capullo, desarrollándose en el vuelo que demora la ropa en ir del cuerpo al piso. Dudé un instante creyendo que todavía estaba en el altillo de mis siete años y por fin había venido a visitarme aquel ángel o demonio que yo invocaba en lo obscuro. «Popopo, Popopo» dije y ella se rió pensando que todavía deliraba.
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Me volvió a tapar los labios con los suyos y era tan suave o dulce que me recordó la lengua tierna y huidiza del gatito cachorro abandonado en las vías. Aliento de bebé, puro, del limbo, de otra naturaleza, sin bautismo, sin luz, sin libro. Una saliva perfumada, un agua para perderse los fugitivos… A mí me faltaba la ropa, de la paliza, supuse, me habían dejado en cueros. Ella, en cambio, después de la gorra siguió con el resto. El shorcito de Escocia, la blusa con puntillas y una billetera plástica con un dibujo de «Droopy». ¿Llegaría a los quince? ¿Sería excarcelable? No me sorprendió la falta de braga y sostén… lo más rápido para los condenados. Los pechos eran turgentes, a ritmo de crecimiento y de un color encarnado que ya hubiera querido pintar Monet. Yo era diestro para ver en lo obscuro: ella había quedado vestida solamente con un anillo de latón con la inicial «K», y las botas; unas botitas de media caña de un uniforme, de una escuela que jamás habría pisado. Ni falta que hubiera…
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Me aclaró que el anillo no era carcelero: – Ningún compromiso -dijo-, nada de boludeces. Cuando nos vemos, si te gusta, vamos al pasto. ¿Conocés la canción de «Los Decadentes»… la del anillo carcelero ? – No muy bien, la escuché un par de veces… Pero no me sale hacerme el pelotudo, llevo un cartelito en la frente que dice: «Infeliz: sólo escucha Debussy». Igual no me duele poner el oído, se acostumbra quien está detrás de un escritorio. Con el tiempo me he ido abriendo, a veces hasta escucho la radio. Pero ya no me dolía nada de eso; no me dolía nada de antes, más bien era de ahora. Un dolor aquí… exactamente debajo de la cintura, entre las dos piernas. Las de ella y las mías. Las de «la Knicks», «Pomelo 4» o «la Lorena». Porque así la había conocido yo, diez años atrás, a cocoyito de su hermano mayor, pidiendo limosna en Mitre y Córdoba. La vida pasa a cocoyo de alguien, un día arriba y otro abajo… Cuando me acordé del cocoyito, me incorporé detrás de mi hombría, que irrefrenable, ya era una verga. Abrí las piernas, me senté en el borde de la silla para que a ella le quedara lugar en el aire. Ni una palabra, parecía una danza, el miembro duro y alto la esperaba como si fuera su pareja. Ella vino altiva, gatuna, difícil… pero a sentarse. Por más vueltas que dé la muñeca, no puede estarse sin la peonza y hasta el relicario más fino necesita cuerda. Se acomodó un poco encima del objeto. Una seña para dejar en claro que ella mandaba. Un mohín de suficiencia, como si diera la nota o tactase la temperatura del agua. Hay quien saborea antes de que pase. Se tiró todo el cabello para atrás y empezó a hamacarse. Arriba, abajo, despacio y venía el ritmo. Abrazo, espasmo, falso esguince. Me clavaba las uñas al cuello y apretaba con sus piernas de niña mis muslos de ciclista. Y tenía fuerza… o yo me dejaba o estaba disminuido por la tortura. Bufidos, saliva, lenguas espumosas y toda clase de jugos y cavidades; pelos, pedazos, cóncavos, convexos. Hasta un agua rosada me tiñó el miembro, ¡qué importa de qué, de quién! La sangre es de todos. Ahora sí había perdido la consciencia y no antes, cuando me habían dado la 220 y submarino. Parecía un oficio religioso, acto de magia, circo, como cuando jugaba en lo obscuro, en el altillo de la infancia. Como una fiebre, esa clase de dolor o delirio.
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Dicen que el placer así, apocalíptico, orilla la muerte. Una vez y otra vez… y nunca llegaba el cansancio. Frenesí de una repetición extática, pero activa, nunca exhausta. Sin fin, como en un sueño o bajo los efectos de un sueño. Sin tomar nada, como buenos deportistas. A lo sumo un Pomelo 4 o un poquito de tolueno para pegar alfombras. Por fin alguien prendió unas luces y gritó sorprendido: – Hijo e una gran puta… está prohibido entre los presos, salga de arriba de la niña… Ja… ¡la niña! Era el jinete y acababa de subirse arriba de toda una banda de piratas del asfalto. Yo era el abogado, ahí me acordé… Lo que no sabía entonces, es que sería el jefe muy pronto, con ella a mi lado. La vida siempre pasa a cocoyo de alguien y a menudo somos los últimos en enterarnos qué va a ser de nosotros… Ni dos baldes de agua fría les alcanzaron a los milicos. «Ni todos los federicos del mundo alcanzarían…». Tuvo que venir la mitad de la guardia y dividirse el abrazo como una cinchada. Sólo eso pudo abrir el anillo de latón que ella me había dado.

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……………………….……Marcelo Scalona
frag. novela EL PORTADOR, cap. 14,

Ed. 2010-2014-, Ed. Homo Sapiens.

(*) Estadio del Club Central Córdoba.