. –Esperá. Escuchá. ¿Te acordás que te alcancé en Basavilbaso y me diste la bolsa negra con los dólares? –Cuatro millones. –Sí, era mucha guita. No me acuerdo. ¿Faltó algo? –No, por supuesto. –Entonces me volví y vos seguiste al Uruguay con La Knicks. –Lorena, sí. –Sí, claro, Lorena. –Tenemos que irnos, Esteban. –Esperá. Nunca te conté mi sueño. –… –Resulta que después de estar con vos, se me hizo noche cerrada en la ruta y estaba fundido, un cansancio de muerte, el susto. No daba más y el Citroen… con esos elásticos que te acunan como un coche de bebé, me dormía peor. Entonces paré en Lucas González, el pueblo, a pasar la noche, a ver si había algún hotel donde recostarme un rato. Y había uno. Al lado de la YPF. ¡Viste cómo son los pueblos! Era hotel, almacén, bar y puticlub. Se llamaba “Mi Sueño”. Tenía algo hippie pero pobre. Parecía una escenografía de Wes Anderson, pero miserable. Era anaranjado, flúo, furioso, y pintado a mano en la pared decía “Mi Sueño”. Parecía que estaba sin terminar o en construcción permanente como la iglesia de Gaudí, pero sin vírgenes aunque dulces y comprensivas. Esa noche yo llevaba dos libros: La Guerra del Fin del Mundo y Pantaleón y las visitadoras. Justamente, Vargas Llosa. –Psé, «La Guerra» siempre fue tu favorito. Ya sé. –Pero el hotel y la piba que vino a acompañarme me hizo acordar al otro, a Pantaleón y las visitadoras, las putas tristes, la Olga… pobres, hijas de changarines, de presos, de mendigos, pero tan buenas que te daba pena cogerlas aunque vieras qué lindo la chupaba. Sencilla pero escrupulosa, el respeto, la cadencia lerda, una cosa dulce, suave, aplicada y a cada rato decirte ¿está conforme el señor…? ¿le gusta eso o quiere la cola? Mande. Usté mande. Un latiguillo, lo único que repetía la piba entre algún gemido débil de gozo, era mande. Usté mande. ¿Está conforme el señor? . –Muy lindo Esteban. Bueno, pasame con el Gato. –No terminé, falta lo mejor. Falta mi sueño. No estaríamos acá sin él, ninguno de los tres, ni vos, ni yo, ni el Gato, creo. Ninguno estaríamos acá si no fuera por la parte que me falta contar. –Bueno. Apurate. –Esa noche cogimos dos horas con la piba. Yo estaba muy estresado y nos trajeron sándwiches y cerveza a la habitación. Esa cosa tan sumisa de ella me fue llevando y eso mismo me hizo sospechar. El placer, su destreza ¿de dónde esa generosidad? –¿Qué edad? –preguntó el Gato. –No supe. 15, 16. Chica. –¡Como le gustan al Gato! –dijo Javier-. –La edad que tenía La Knicks –dijo el Gato. –Sí, la carne núbil. Un Bouguereau, pero cetrino. Las piernas chorreadas debajo de una bambula, la piel avellana y las venas blancas debajo de la piel morena y traslúcida. El café con leche. El café de los Vignes. El campo, vieron… El asunto es que la piba tenía que entregarme. Yo algo temí cuando se encariñaba. Me pareció muy generosa y pensé que en ese tugurio robarían al pasajero de esa forma, por nada: la piba era el señuelo. Ni bien te la estabas cogiendo entrarían tres o cuatro gauchitos y te arrebatarían con un cuchillo: la billetera, las pilchas, la tarjeta de crédito. –… –Pero no. Bah… iba a ser así, pero justo después de coger, abrazados, agradecidos, ella me preguntó de qué eran los libros que había puesto en la mesita de luz. Eran los de Vargas Llosa. La Guerra y Pantaleón. Me pidió que se los contara y de un modo incompleto, antojadizo quizá, le hice una síntesis brutal con las dos novelas. Me preguntó si yo pensaba que ella podría ser una mujer de las novelas, un personaje de los libros y le dije que sí, por supuesto. ¿Quién? me preguntó y le dije la señorita Jurema, de La Guerra del Fin del Mundo, pero se lo dije por quedar bien. Lo más obvio es que se trataba de Olga, la brasileña de Pantaleón, pero eso la hubiera ofendido. Entonces me preguntó (casi rogando) si yo volvería a pasar alguna vez por el pueblo y le dije que sí. Me pidió que la próxima le trajese los libros, esos dos de Vargas Llosas. Llosas, dijo. Ella lo dijo en plural. Y dijo, yo leo bastante bien, estoy aprendiendo en una nocturna del pueblo y sería mi sueño tenerlos. Mi sueño – agregó-, es que con los libros siempre tendría “su” visita. Su, dijo, porque todavía no se animaba a tutearme. Entonces le regalé los libros. Ahí nomás se los di y nos besamos, pero ya había algo de ternura que no me permitió una caricia lúbrica. Entonces me lo dijo. Ahí fue que ella lo dijo. Como si se hubiera dado cuenta de lo que iba a pasar y de que era tarde. Me dijo que yo debía irme ya mismo. Que en media hora vendría el Alcides, el hijo del comisario, su rufián, a robarme con tres o cuatro muchachones. . –Es cierto –dijo el Gato-, Alcides es el rufián de la zona. –Ja. Ema la Cautiva de Aira –dijo Javier. –Vos reíte. Yo no iba a poder escaparme con un Citroen 3CV, boludo. Además iban a matarme. Tenía cuatro millones de dólares en una bolsa plástica de consorcio. –Si la piba hubiera sabido lo que había en la bolsa te entregaba…-dijo el Gato. –Es que lo supo. –¿Cómo? –Yo no le dije, quizá cuando me dormí un rato estuvo revisando. –¿Y cómo sabés que supo? –Porque ella me dijo “con toda esa plata”. Usó esa expresión, “toda esa plata” y señaló la bolsa. Sabía. Pero entonces me dijo que yo no debía irme por la ruta 12, que lo mejor sería que ella me acompañara por un camino rural que iba hacia Colonia La Llave, un pueblo más chico, a diez kilómetros, por camino de tierra, volviendo hacia Nogoyá. Que era un camino bastante bueno, que después empalmaba con otro de mejorado o de ripio, que al final llegaba hasta Nogoyá y que allí el rufián o el comisario no se metían porque era jurisdicción de otros milicos. . –Nogoyá maneja Indarte –dijo El Gato. –El cuento justo para entregarte en el medio de la nada. ¿La Llave se llama el pueblo? ¡Es de un cuento de Poe! –dijo Javier. –¡Viste! Pero existe, es una colonia de alemanes del Volga. Hay una escuela “Martín Fierro” de más de cien años y quedan descendientes de José Hernández que tienen campos. El poeta vivió allí. –Ramón Díaz, el técnico de River, tiene campos ahí -dijo el Gato. –Yo también dudé si no era que la piba me llevaba justo al medio de la nada para entregarme y que me mataran. –¿Y? –Acá estoy. ¿Faltó algo de los cuatro millones? –50 mil dólares. –Bueno, la recompensa. ¿Vos qué hubieras hecho? –Le hubiera dado cien. –Cien dólares le hubieras dado vos hijo de puta… -dijo Esteban a su hermano y continuó: — Al amanecer llegamos a Nogoyá y pensé que se quedaría por la terminal de ómnibus, pero me pidió que la llevara hasta Victoria. Dijo que ahí tenía una tía que era empleada del hotel del casino y vería de quedarse con ella o conseguir su amparo. Todavía estaba vivo el Padre Martín Altolaguirre en la abadía de Victoria. –¿El que te casó con Emma? –El mismo. Entonces se la llevé al cura, le expliqué bastante, como pude y a ella le di los cincuenta mil dólares. . –¿La volviste a ver? –No. A los treinta días el padre Martín me avisó que la habían matado. La asesinaron del modo que resultara un aviso mafioso al resto de las cautivas: descuartizada a cuchillo con la destreza de una faena y una leyenda de venganza pintada con sangre en las paredes de un rancho por la zona del Quinto Cuartel. –¿Te dijo el nombre al menos, el cura…? –Ella me lo dijo. Cuando la dejé en la abadía me pidió que fuera a visitarla, entonces le dije mi nombre, le escribí en un papel todos los datos y ella me dijo: mi sueño. No, le dije, me llamo Esteban. No, dijo, y entonces me tuteó por primera vez: –El hotel del pueblo donde estuvimos se llama Mi Sueño. Yo voy a decirte así, mi sueño. Mi sueño sos vos. Y me dio un beso largo y dulce que a veces me vuelve a la boca, al gusto, al sexo. Mi sueño, dijo. –¿Y ella cómo se llamaba? –Jurema.
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LA NOCHE
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La mayor provocación de la noche
es que no se preocupa por el tiempo.
La duración se amplifica
los fragmentos estelares se atraen
pero no …
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LA CALLE INCLINADA
es más hermosa hacia abajo
que hacia arriba.
Subiendo, están los negocios
las oficinas, el tráfico, los asesinos.
La multitud peatonal
la pompa del Monumento,
los soldados, los curas, …