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El Chino -22-

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El CHINO – 22 –
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Hay una hora del alba que el Chino está por decir algo pero nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente, como Borges, y no lo entendemos, o lo dice en chino, porque no habla español o no lo quiere decir porque el muro de silencio del ajuste argentino es más largo que la muralla china, o es todo de silencio, intraducible como una música del desierto de Sinkiang o esos dibujos de su alfabeto donde cada letra es un cuadro de diálogo mudo, porque la otra mitad de la charla quedó en Yuanyang, en la montaña de arroz donde vivía, en esa especie de barco en tierra que es el amor, aunque saludarlo, o saludarla, es lo primero que hace todas las mañanas, cuando amanece y él sale a barrer Ayolas y mira al oriente, hacia el río Paraná, quinientos metros, por donde llega el sol y el reflejo entreverado de una mujer que a veces él mira adentro de un camafeo que tiene escondido en el depósito del súper, atrás, arriba y a la izquierda, piensa, como una regla nemotécnica o una consigna de Mao, en una lata falsa de conservas de salsa de tomates.
Entonces saca el camafeo, lo abre, ve a la mujer un instante, lo cierra, vuelve a esconderlo en la pila de latas de conserva y sale a la vereda. Hay una hora de la mañana que el Chino busca en su bolsillo a la mujer de adentro del camafeo y nunca la encuentra o la encuentra infinitamente.
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