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Sherezade y Luis

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SHEREZADE y LUIS.

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Yo le contaba mis sueños al analista y él sonreía, de rabillo, de ese modo discreto, pudoroso, de la gente que se ríe con la inteligencia. Muchos conocieron en Rosario el hálito de esa sonrisa en leve ascenso. A menudo él escuchaba un sueño y me decía: «Y bueno, los sueños, sueños son…». No terminaba la frase pero hacía un levísimo asentimiento indicando de algún modo que yo debía seguirlos. En sueños yo era mi abuelo Marco Polo (Benito), que trajo de la China los fuegos artificiales y el que murió de tétano (José), peón rural en San Genaro en la década infame. Y era también el escribiente de esa memoria. Yo soñaba que escribiría lo que soñaba y lo que otros soñaban y habían soñado. O vivido, que eran casi lo mismo. Yo era un niño que jugaba a asustarse solo. Tenía delicia por el miedo e inventé un Golem que se llamaba Popopo y era cruel con los niños. Y era yo. El Golem y el niño. Actor y público. Popopo se vestía con la ropa de los muertos de la familia y vivía en el altillo de la calle Ayolas. En otro sueño yo era pianista, tocaba el piano de Élida Fittipaldi en la calle Buenos Aires y hablábamos en inglés, ella me traducía lo que Bill Evans le dijo a su hermano Harry en los camarines del concierto de París, en 1979. Otra vez, le conté a Luis cuando soñé con Fidel, las dos veces que soñé con Perón, y de mis sueños parecidos al delirio del Panegyotis de Yourcenar, de tantos cabellos de ángel que yo encontraba en la cama y de que a veces, sin embargo, me costaba correr o despertarme. En los sueños me ralentizaba, soñaba en cámara lenta. Incluso, iba hacia atrás.

Hubo un tiempo que me sentí como Sherezade en mi análisis, yo debía entretener a alguien poderoso al que le gustaban mis fantasías, mis batallas, mis amores. Y de algún modo sentía que mi vida dependía de la narración. Pero su escucha me daba un bálsamo (a veces Luis hasta me piropeaba y me decía que yo tenía una estructura fuerte… le pedí que me lo diera por escrito, pero se negó, con su mohín habitual de media risa), algo que equivalía a un sentido y a la ternura: ver el blanco de sus dientes asomarse en la sonrisa era el lugar del encuentro. Ahí empezábamos a cruzar del relato al afecto, a algo real. Con el tiempo dejé la inmovilidad durante los sueños, y también la cámara lenta. Volví a correr como en los otros sueños que ganaba en los cien metros la carrera de las olimpíadas del Sagrado Corazón o el más épico de todos, aquel día que gané el juego del bulldog contra 40 perseguidores, en las sierras, en Villa Allende. Al final, aprendí que mis sueños son mejores que yo y vivo así.

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…………Marcelo Scalona